En aquella arcaica casa un individuo se engalanaba; era ya un hombre longevo, tanto o más que su morada. El anciano se arreglaba para una odisea, la última que haría en su existencia. Mientras tanto, recordaba todas las viviendas en las que había morado a lo largo de su vida en el mundo de los humanos. Para él, el tiempo corría de manera distinta a la de los humanos; para él los años duraban 24 meses en lugar de 12; cada mes tenía 60 días, en vez de 30; y en cada día transcurrían 60 horas, no 24. Aún así, él envejecía más rápido que los humanos y pasaba 30 o 31 años, en una ocasión 28, en una casa y luego se cambiaba a otra; por eso había vivido en 12 casas distintas. Su vestimenta del color del cielo nocturno estaba impecable, su larga barba le llegaba al pecho y al caer sobre su traje parecía formada por miles de estrellas. Su cabellera recogida en una cola de caballo, aparentaba ser la de un cometa.
Salió de su casa, echó un último vistazo al mundo de los hombres y emprendió su camino. Los humanos celebraban su partida y esperaban con júbilo la llegada del recién nacido que iría a sustituirlo. Realmente no pensaba que los humanos fueran ingratos, sabía que lo recordarían por lo que sucedió mientras él estaba en ese mundo, ya fuera bueno o malo…
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