Y era lo mismo todos los días, el mismo ajetreo, el mismo entrar y salir de cajas y botes; y siempre, siempre había una menos.
La primera en levantarse era la fluoxetina, muy orgullosa decía: “sin mí, el pobre ya se habría suicidado”. Su función era muy simple, debía mantener la serotonina para que las neuronas no se desconectaran. Su regreso siempre era rápido, por eso la sulfadiazina de plata se levantaba temprano también, para estar preparada.
La sulfadiazina era muy callada, casi todo el tiempo se la pasaba en un rincón suspirando y pensando. Muchos le preguntaban lo que veía afuera, pero ella sólo los miraba y se daba la vuelta. Era la única que veía las heridas que él se provocaba, pero no le gustaba hablar de eso. Además para ella era un momento casi sagrado porque él introducía uno o dos dedos dentro para tomar un poco de ella y luego la esparcía dulcemente sobre su piel herida.
Cuando la sulfadiazina regresaba, la puerta no se volvía a abrir. Era una larga hora para muchas, pero para la pequeña colonia de bencilpenicilinas era tiempo de reunión. Era una reunión de despedida, alguna, no sabían cuál, se iría para siempre. La tomarían del botiquín la prepararían y luego entraría en ese cuerpo que todas las demás anhelaban tanto. Y así, mientras los minutos pasaban y las bencilpenicilinas se despedían llegaba la hora, la puerta se abría y una se iba para nunca más volver.
La puerta no se abriría más hasta que él fuera por la pasta dental y el enjuague bucal. Mientras eso ocurría, las pequeñas grageas de butilhioscina se reunían alrededor del viejo frasco de difenhidramina, con su franja verde ya casi invisible. La difenhidramina contaba a las butilhioscinas historias de cuando ella iba al exterior y de todo lo que veía allá. A las pequeñas les gustaba mucho aquella historia de cuando a él se le olvidó regresarla al botiquín y adoraban que les describiera con detalle, como era él y qué hacía. La difenhidramina ya vivía de sus recuerdos, pero procuraba enseñarles algo a las medicinas recién llegadas. Era lo único que le quedaba por hacer, ya lo sentía en su jarabe, cada vez más espeso y oscuro… la fecha impresa en su etiqueta estaba por llegar y un día ella volvería a salir, pero jamás volvería.
La puerta se abría de nuevo y el enjuague bucal salía vociferando y luchando; tal vez por eso siempre lo dejaba caer tan bruscamente. Luego tomaba a la pasta con delicadeza y comenzaba a acariciar el tubo, acariciaba tan dulcemente, que siempre acababa excitado y tenía que expresar su satisfacción de alguna manera, así que dejaba salir esa pasta blanca que tenía dentro. Y luego, él introducía esa pasta en su boca, y ella hacía espuma feliz de estar ahí; pero al final, el simplemente la escupía fuera y la enjuagaba. Después tomaba al enjuague y de una manera algo violenta le robaba su preciado líquido con el que jugaba en la boca y saboreaba sin respeto alguno, pero el enjuague ya había encontrado una forma de vengarse, hacía que le ardieran las encías de tal manera que lo hacía gritar.
Y finalmente los dos volvían. La pasta hablaba fascinada de esa experiencia, del éxtasis que le provocaban esas manos. El enjuague se quejaba amargamente de la vejación y el maltrato, pero en silencio se vanagloriaba de su dulce y cruel venganza.
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